Entretenimiento

Alfonsina

Alfonsina_Storni

 

Escrito por: Michael Harfuch

 

En su alcoba estaba cepillando su lacio cabello de un rubio esplendoroso con la nostalgia con la que lo hacía su madre en su casa de Buenos Aires. Recordaba los últimos años, meses, semanas… Dolor, Tristeza, Tinieblas… Aquel tumor se había apoderado de lo que alguna vez fue esa mujer.

 

Ella antes, había vivido rodeada de sus poemas, de sus amores, de sus amistades… Ahora solo quedaba ella con su soledad y su dolor. El enemigo se había apoderado de su vida, no lo dejaría quedarse con su muerte también. En la alcoba de claro azul resonaba el estruendo de las olas, y en la brisa marina se relataban historias antiguas de viento y de sal cuando esta llegaba hasta su cara. Una lágrima le recorrió su mejilla. Hasta pronto decía el mar... Adiós. Se escuchaba el timbre del teléfono sonando incansablemente desde hacía ya horas. Estrujó el cepillo de plata que se encontraba en su mano, dejó de deslizarlo por su cabello por unos instantes, En el mundo de corales y caracolas, de amores eternos, de sirenas enamoradas, se apagó la luz. Ese mundo que había sido inventado desde que ella tenía conciencia, por historias, por experiencias, que la protegía, en el mar más profundo, entrañado en el núcleo de su consciente, en la neurona más profunda de su cerebro. Se apagó… ¿Había ganado por fin el enemigo?

 

Se levantó de la silla postrada enfrente de aquel tocador de roble. Cogió un pañuelo de lino y lo pasó por su mejilla removiendo una lágrima en descenso a su barbilla. Se desnudó de aquel ropaje de blanca seda, para volverse a engalanar en un hermoso vestido larguísimo de seda color marfil con pequeñísimos detalles de color aguamarina, azul turquesa y coral. Deslizó las medias de seda igualmente por sus finos esquilados quitos de imperfecciones finalizando en sus muslos. Se calzó de unas zapatillas blancas de gamuza. Colocó una fina mascada de hilos de seda alrededor de su esbelto y alargado cuello donde lucía un antiguo dije de oro que formaba una “A” cursiva que tiempo atrás había pertenecido a su madre. Enderezó su espalda y se sentó en un buró de madera rojiza, tomó una pluma de plata que se encontraba en una esquina de ese buró, tomó una hoja e inclinó su brazo como tantas veces lo había hecho para forjar sus más afamados poemas, y comenzó a escribir.

Unas cuantas horas después de haber terminado su poema lamió el borde del sobre, colocó el escrito dentro y lo cerró, y lo dejó junto a la pluma de plata en el buró. Regresó al tocador y roció unas cuantas gotas de perfume en su cuello. Dejó el envase en el tocador, miro una vez más su rostro al espejo y sus ojos comenzaron a nublarse. Antes de salir de la alcoba dejó todo perfectamente ordenado y en su debido lugar, de manera en que cuando hubiera de partir no se pasaría horas pensando en el hubiera.

Echando un último vistazo se dejó salir de la habitación. Bajó por las escaleras, para toparse con la criada que hacía sus deberes; ella caminaba con una ligera sonrisa en su cara, con la mirada erguida, y la espalda recta pero sus ojos decían otras historias. En el recibidor el portero le abrió la puerta y ella caminando se dirige hacia la playa. El atardecer llegaba. Con un exhalo de rendición volteaba al cielo, a las constelaciones observaba, y la luna cual lámpara sobre la cabeza tiraba su tenue luz. La brisa le pegaba en la cara. Caminando, se dirigió hacia las olas del mar con la noche plateada sobre de ella.

Ha dejado por escrito en el buró: si él llama nuevamente por teléfono le dices que he salido. Al mar he ido a buscar poemas nuevos… Alfonsina no vuelve.

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