Tuve una infancia feliz, llena de mucho amor, comprensión, de muchas lecciones, valores, educación, reglas, enseñanzas constantes, regaños, castigos. También hubo tristeza -a veces-, ausencias, bastantes. Es inevitable madurar antes de tiempo cuando tus padres se separan, debes entender muchas cosas a temprana edad, como que el amor se acaba o que no es suficiente. Pero no lo recuerdo en tono de reproche. Mis padres ante todo son seres humanos y son excelentes como tales.
En esas épocas cualquier cosa me hacía feliz, era una niña a la que no necesitabas apantallarla con grandes juguetes, los desodorantes de mis tías fungían de micrófonos y la imaginación hacía lo demás. Tenía muchísima imaginación. Y lo cierto es que los Reyes Magos nunca me fallaron, y lejos de esperar con ansias la llegada de los juguetes, mi necesidad mayor era compartirlos con alguien, primos, amigos. ¿Qué son las cosas si no puedes compartirlas? Pues cosas, y ya, no hay risas, ni anécdotas, ni recuerdos, solo cosas ¡qué aburrido! Yo nunca me aburrí.
En aquel entonces tenía mis juguetes, mis libros. Mi madre viva, sana y lista para siempre decirme tal o cual cosa acerca de la vida, a mis abuelos que me educaron con el cariño más desinteresado del universo, sobre todo mi abuela. Esa ojiazul especial, callada y tierna, es la única persona que conozco que no reprocha, que no pide, solo te quiere.
Crecemos con esas ideas que nos plantan desde pequeños... los Reyes Magos, esa emoción, esa ilusión. El problema es que ahora ya no soy una niña y los Reyes Magos ya no me traen regalos. De hecho, he desertado con el paso de los años y dejé de creer en ellos, supongo que así es la edad, dejas de creer, la felicidad ya no la ves tan fácil, te complicas y dejas de compartir. Te pierdes en el claxon de los autos, en los problemas de la chamba, en la vecina que no se calla, en ese análisis que no necesitas, en la terquedad, en la ambivalencia, en la rutina, en el olvido.
Y es entonces cuando regreso al carácter humano de mi madre y mi abuela, que criaron a niños con una fuerza de acero, mientras ellas tenían sus propios temores, llantos nocturnos, amargas tardes de introspección, de dudas inconclusas ¿Cómo le hicieron? ¿Cómo me criaron entre tanto ruido interno y la confusión a flor de piel?
Supongo que esa es la verdadera magia, ese cariño desmedido y despreocupado es el verdadero regalo en la niñez. Así que una vez más agradezco a esos Reyes Magos y los admiro por ir de puerta en puerta dejando regalos, pero agradezco y admiro más a mi madre, a mi abuela que compartieron su magia conmigo, a mi padre que me comparte sus experiencias y lecciones.
No hay juguete que pueda brindarte la tranquilidad que te dan los brazos de tu madre en noches de miedos desconocidos, no hay canción que se compare con el consejo de tus padres y te haga darte cuenta del error, no hay mejor lección que las canas de tus progenitores traducidas en años que pesan y que te regalan en voces dulces, preocupadas e interesadas en nada más que tu felicidad.
Las Barbies la tiré, creo que regalé mi colección de muñecas sweetsecrets, es desconocido el paradero de la bici de aquel último año de Reyes. No recuerdo muchos juguetes, la verdad. Pero, el amor a mí misma, el significado de lealtad, respeto, amor, amistad, gratitud, soberanía personal y muchos otros, los aprendí de otra clase de Reyes que son más magos que los Magos, pues sembraron en mí a un ser humano libre, independiente y listo para afrontar la vida.
Gracias eternas no solo por darme esos regalos inembargables, duraderos y eternos, sino también por envolverlos nuevamente con dedicación, preocupación y amor cada que los he perdido, para que pueda abrirlos y hacer cara de sorpresa cada que necesito recuperarlos. Gracias a ésta otra clase de Reyes, por hacer que todos mis días sean días de reyes llenos de magia.
Escrito por: Evangelina Jiménez Olvera.