"No nos habla”, “Ya no puedo comunicarme con él". "Se encierra en su cuarto". Es habitual escuchar a los padres frases como estas. La llegada de la adolescencia cambia la atmósfera afectiva dentro de la familia. Uno de los cambios que primero muestran los jóvenes es la necesidad de intimidad. También se altera la forma de comunicarse.
Álvaro ha dejado de hablar a sus padres. Tiene 14 años y, en apariencia, le importa un bledo lo que le dicen. Sus calificaciones escolares son tan malas que va a tener que repetir curso. En realidad, nunca ha sido buen estudiante. Sus padres no saben qué hacer. Han decidido llevarle a un tratamiento. Álvaro está ausente en clase y no estudia. Sólo escucha música, se pasa el día con los audífonos puestos, dice que es lo único que quiere oír. Parece como si estuviera realmente en otra parte. Lo primero que dice en el tratamiento es que sus padres no lo entienden. Al comenzar a hablar de su pasión por la música, va comprendiendo que desea sentirse más valorado, sobre todo por parte de su padre, que solo le habla de sus malas notas y se refiere a la música como una tontería. Su falta de confianza en sí mismo es muy grande. Sufre por ello y ha escogido “huir”, es decir, no hablar más de lo que le hace sufrir: sus fracasos. La mayoría de las discusiones familiares giran en torno a sus resultados escolares. Los obstáculos en la comunicación expresan las contradicciones que vive el joven y que generan tensiones con la familia. La principal contradicción es que siente el deseo de ser autónomo sin dejar de mantener los lazos con sus padres. Esta paradoja de necesitar a aquellos de cuya dependencia desea liberarse no puede ser directamente identificada por el adolescente pues se sitúa a un nivel inconsciente.
Palabras contra la angustia
El adolescente está cambiando, convirtiéndose en otro. Esta mutación pone en peligro el amor que siente por sus padres y el que ellos le profesan. Necesita ser escuchado y comprendido en profundidad, pero ¿cómo expresar lo que tiene que decir? Ni él mismo lo sabe. Su cuerpo, sexualidad, escolaridad o aficiones constituyen puntos de referencia que le hacen sentir que conserva aún un punto de unión con su entorno en un momento en que duda de la existencia de este lazo. El diálogo con sus padres le demuestra que puede seguir ocupando el mismo sitio. Necesita sentir que la confianza y la seguridad que disfrutaba no se ha roto y que el ambiente familiar se puede salvaguardar. Cuanto más flexible sea la comunicación, más fácil será establecer una relación. La búsqueda del equilibrio entre un torrente de palabras (que ocultaría lo esencial) y un silencio agobiante (que no tendría en cuenta al otro) es una tarea tanto del joven como de sus padres. Mantener un opresivo silencio o, a la inversa, una incesante comunicación, expresa angustia e incomprensión. De ahí esa queja tan común y desesperada: "¡No me comprendes!". ¿Qué padre no ha escuchado alguna vez este reproche, pronunciado generalmente de forma violenta por parte del adolescente antes de desaparecer tras la puerta de su habitación? Con estas palabras hace ver su necesidad de afirmarse. Al romper el diálogo de esta manera, está manifestando su deseo de controlar la distancia que quiere poner con sus progenitores sin comprender la complicidad que le une a ellos.
Sin extremos
Hay que recuperar en otro momento esa conversación interrumpida. Lo que peor soporta el adolescente es la ausencia de discusión con sus padres. En esa necesidad de comunicación se puede pasar horas en un debate que se repite sobre un mismo tema: discusión filosófica, religiosa, política, musical, deportiva… Al tratar de continuar con ese diálogo imposible, el joven satisface dos necesidades contradictorias: la de provocar a sus padres y afirmar su diferencia; y la de mantener el lazo de unión con ellos. Lo más difícil para él es la posibilidad de diferenciarse sin sentirse rechazado. Cuando el padre o la madre quieren parecerse a él, convirtiéndose en camaradas, le ponen más difícil la posibilidad de diferenciarse. En el extremo opuesto estaría la severidad del "tiene que escucharme". Esta actitud conlleva cierta hostilidad y no permite el diálogo sino que conduce a renunciar y huir. Entre estos dos extremos, los padres tendrán que aceptar la idea del diálogo. Deberán mantenerlo aunque este rara vez será satisfactorio. No deberían renunciar a sus convicciones, partiendo de la base de que su hijo, en un determinado período de la adolescencia, no aceptará estas ideas aunque las necesita para definir mejor su propio pensamiento.
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