Estaba la familia reunida en la cocina. El papá y el novio de Raquel jugaban a ver quién de los dos era el más rápido en limpiar los platos sucios. Poco a poco, Kym, quien acababa de salir unos días antes de la clínica de rehabilitación, se convierte en el centro de atención. Su hermana, Raquel, se molesta pues ella misma debería ser el centro de atención ya que se va a casar justamente al día siguiente. Están todos ahí para celebrar el matrimonio. ¿Qué secreto tan poderoso los envuelve que hace que en la boda de Raquel sea Kym la que acapara la atención de todos?
Los espectadores del film estamos a punto de conocer qué provoca tanta violencia por parte de Kym. No sabemos por qué el papá intenta por todos los medios callarla. Llorando le suplica que guarde silencio. Hasta ese momento, los espectadores solo sabemos que Kym había salido momentáneamente de la clínica donde se rehabilitaba. Pensábamos que el motivo de la vergüenza familiar era la adicción. O quizá se trataba de una mujer joven deseosa de atención, de celebridad. Quizá sólo se trataba de una hermana celosa de la que se casa.
“La boda de Raquel” pertenece a ese género llamado cinéma vérité. Tan real fue su construcción que el director decidió no planear las tomas por adelantado. Se permitió a los actores y camarógrafos moverse libremente. La música se tocaba en vivo, mientras los actores se casaban. Anne Hathaway tuvo una reconocida actuación. Por momentos desequilibrada, –incluso saliéndose del script, pues el ambiente ruidosamente inusual así lo provocaba–, llegó a plasmar en el film una frase memorable: “diles que se callen”.
Y sí, ese intento de secreto es lo que más nos identifica con la película. Callar, no hablar, es quizá lo que reforzó el abandono de Kym. Un día, cuando era adolescente, ella se fue de juerga y al manejar intoxicada se accidentó, lo que provocó la muerte de su hermano menor. Era este episodio el que la familia no quería hablar. Habían pasado ya unos años y lo que buscaban todos era olvidarlo. Un secreto de familia. Un acto doloroso, terrible, que debía ser enterrado sin comprenderlo o hablarlo.
Prácticamente en todas las familias hay secretos que no se hablan. Hechos dolorosos que es preferible enterrar. Y los hay en todos lados pues los hay de muchos tipos. Y esto se debe a que somos humanos y nos equivocamos. Es tal la vergüenza que preferimos esconderlos como si se tratara de simple suciedad que puede guardarse bajo la alfombra. Lo peor es que las consecuencias del hecho muchas veces se ven agravadas precisamente por el silencio de los inocentes.
Anteriormente era muy común esconder a un miembro de la familia que no tuviese plenas capacidades, sean físicas o mentales. Se le escondía por aquello del qué dirán. Lo cierto es que en todas las familias hay problemas de salud. Somos humanos, no dioses. Encima de lo pesada que resulta la discapacidad, hay que sumarle nuestra propia negación de la realidad. Al rechazarla, no queda más que buscar antídotos para ajustarla a nuestra versión de lo que “debe ser”. Provocando así otras penas mayores: inseguridad, violencia, alcoholismo.
A veces es la misma tristeza la que nos mueve a guardar un secreto. No es que queramos callarlo, es que no podemos hablarlo. Poco a poco, el secreto se instala. Sucede que el dolor nos impide por momentos expresar nuestras dudas y nuestro pesar. Ante el hecho, quizá repentino, ante el momento de duelo, callamos. Es el caso de Kym y su familia. La consecuencia es que ella es señalada inconscientemente por los demás, siendo que en la trama se entiende que hubo más de un responsable. Fue la mamá de Kym quien prefirió abandonar a su hijo para irse de juerga ese mismo día. Y fue Kym quien prefirió subirlo al carro para no dejarlo solo.
Los secretos de familia se instalan no por malas intenciones. Sea por vergüenza o tristeza, se cree que no nos queda de otra. Mejor no digas nada, es mejor guardar las apariencias. Y es que se trata de una suerte de transgresión de orden moral, legal o cultural. Un hijo fuera del matrimonio, un hijo del amante de mamá, un hijo con retraso. Un papá agresor, sexualmente impulsivo, alcohólico. Una tía homosexual. Una adopción. Un suicidio. No importa qué sea, en todo caso se trata de callar para no agredir con la verdad a las personas que amamos.
Se trata de asuntos serios, muy serios. Si tenemos una hija anoréxica o un hijo que es molestado todo el tiempo en la escuela, es posible que tenga relación con algún secreto familiar no resuelto. Si estamos peleadas con papá, es posible que encontremos razones para distanciarnos de nuestro marido y lo mismo con nuestro pequeño. Al no sentirse deseado, nuestro pequeñín puede que busque en la escuela ser víctima del mismo modo que en casa. Urge pues saber perdonar. Urge tratar de cerrar esa herida que no puede curarse mientras no se ventile cierto secreto.
Pero cuidado, algunos secretos son tan serios que debemos ir con tiento. En esta era donde se trata de “revelar todo para tener una buena comunicación”, es imperativo saber cuidar formas, saber con quién consultar y con quién hablar. En ocasiones debemos estar respaldados por una terapia. Si alguien quiere resolver algún asunto del pasado, más vale que lo haga sabiendo que las cosas serán diferentes. Si un agresor desea ser perdonado, más vale que lo haga habiendo demostrado que ha cambiado en definitiva.
Al convertirse en secreto, un trauma familiar puede afectar a varias generaciones. Si tienen un efecto grave sobre nuestro comportamiento actual o el de otros en la familia, más vale ventilarlos y de esa manera tratar de explicar algunas de nuestras conductas. Debemos tener cuidado con los niños, obviamente no pueden con la cruda verdad. Empecemos por hablar con alguna abuela o abuelo. Ellos son más serenos.
La verdad os hará... ¿libres?
Revisar individualmente los secretos de familia es no sólo un trabajo terapéutico, sino también una forma de revisar el estado anímico de la familia. Primero debemos cuestionarnos si los traumas del pasado nos afectan hoy. Si es así, que sirva el dolor del pasado para fortalecer nuestro presente y futuro. Que sirva para entendernos mejor. Y que sirva para reconocer que las cosas tienen un origen y un final. Quizá sea la hora de cerrar ese nocivo capítulo del pasado.
Escrito por: Revista SuperMujer