El hecho de tener un hijo, hace que la mujer cree un clima emocional, en la relación madre e hijo, favorable en todos los aspectos al desarrollo del niño. Esto es esencial en la infancia, pues a esa edad los afectos son de una importancia muchísimo mayor que en cualquier otra época de la vida.
Durante estos primeros meses, la percepción afectiva y los afectos predominan en la experiencia infantil. El sensorium, el aparato perceptivo, sensorialmente discriminativo, aún no está desarrollado. Por eso la actitud afecto-emocional de la madre, servirá de orientación a los afectos del infante y conferirá a esta experiencia, la calidad de vida del potencial adolescente, joven y adulto.
Los seres humanos sentimos el afecto o la falta de él, desde que estamos en el vientre de la madre. Registramos todas las emociones maternas y desde allí hasta que llegue cerca de los 6 o 7 años, el trato que nos brinden determinará nuestro carácter.
La personalidad del infante absorbe los patrones cambiantes en la personalidad de la madre en un proceso en circuito, influyendo la gama de los afectos maternales con su conducta y sus actitudes. De acuerdo con la personalidad de la madre y de la manera como le confiere su afecto, puede causar en el niño unos sentimientos frente al afecto de; sentirse amado, rechazado, marginado, dependiente, temeroso, etc.
Así también los problemas de la madre repercutirán en la conducta del niño, llevando en determinadas condiciones, un conflicto creciente.
Por otro lado, la madre no es el único ser humano que se encuentra en el medio circundante al infante, ya que ese medio circundante comprende al padre, a los hermanos, a los parientes y demás, y todos pueden tener una significación activa para el infante. Hasta el marco cultural con sus costumbres ejerce una influencia sobre el pequeño. Estas influencias son transmitidas al infante por conducto de la madre.