Sandra Lorenzano
Se oían murmullos, voces apagadas. De pronto algún grito o llanto. Era una noche fría de finales de otoño. Junio, tal vez, allá, al sur de todos los sures. Acababa de pasar el carnaval en que yo me disfracé de gitana y Pablo de pirata. Todavía me acuerdo del color de la falda que mamá me puso, de los enormes aretes rojos que iban con broche (y que me dejaron los lóbulos del mismo color por varias horas) y del maquillaje -obra de mi abuela paterna, porque la austeridad de mi madre hacía que en su estuche de pinturas no hubiera ningún bilet rojo fuego, digno del disfraz-.
También me acuerdo de que en ese carnaval descubrí mi incapacidad para disfrutar de las fiestas. Mientras Pablo corría con su parche en el ojo mojando a la gente o echándole “nieve” en aerosol, yo me quedé sentada mordiendo la medallita que tenía colgada. La hice pedazos. Ya desde ese momento y hasta el día de hoy, no sé qué hacer cuando estoy con mucha gente, ni qué decir, ni como parecer tan alegre, simpática e inteligente como los demás. Siempre he sido un poco (mucho) “sapo de otro pozo”. La adolescencia se convirtió, como podrán imaginarse, en una pesadilla.
Pero mejor empiezo de otra manera: Se dice que en
Horas antes de comenzar a escuchar los llantos que venían del pedacito de jardín que había delante de mi casa, había caído una brutal tormenta. Cuando aún se oían algunos truenos lejanos, llegó un grupo de gitanos –hombre y mujeres- buscando a mi padre. De entre todos los médicos de la zona, él era el único que los aceptaba como pacientes. Muchas veces había visto yo salir a los demás de la sala de espera en el momento en que entraban esas mujeres de pañuelo en la cabeza, faldas coloridas y cadenas doradas. Ese día traían cargando el cuerpo de una gitanita de 15 años, en el que un rayo había grabado su condena. Papá confirmó la noticia que ellos ya conocían. Fue imposible lograr esa noche de horror que alguna funeraria recibiera el cuerpo para poder velarlo. Ni la muerte evita los prejuicios ni la exclusión que pesa sobre los gitanos. Así que el velorio se hizo en ese pequeño jardín. Allí se instalaron los tíos, los primos, los padres y hermanos convirtiéndonos en testigos de su dolor. El cuerpo marcado -que quizás con el tiempo se hubiera parecido al de la mujer humillada por la policía francesa– estaba en un sillón de la salita, rodeado de velas.
Era una noche fría de finales del otoño. Yo tenía seis años y la gitanita, 15.