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La Revolución (mis coordenadas y otros misterios)

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Por: Sandra Lorenzano

Heme aquí, sentada frente a la pantalla, en el amanecer de esta ciudad que he aprendido a hacer mía. Hoy una hora más temprano –por aquello del ahorro de energía- que para una madrugadora como yo refuerza la maravilla de verle el rostro al día cuando la mayor parte de los mortales aún anda por el quinto sueño.

Heme aquí, decía, en días de pérdidas, duelos y violencias: cerca de 30 mil muertos en lo que va del sexenio. Sólo en Ciudad Juárez: 15 adolescentes asesinados hace menos de 10 días, y allí mismo el camión de una maquiladora baleado y varias de las mujeres que iban a trabajar, muertas. Hace un par de días los estudiantes salieron a las calles de esa ciudad fronteriza y la policía también les disparó. ¿Suena a pesadilla? Éste es hoy nuestro México, un país que se nos desangra entre las manos Todos son nuestros muertos, y todos los días son 2 de noviembre.

Y otros se han sumado a este carrusel del horror dejándonos en la orfandad: recuerdo ahora a Carlos Monsiváis, Esther Seligson, Bolívar Echeverría, Germán Dehesa, Antonio Alatorre, a don Alí Chumacero (la mirada más coqueta de la literatura nacional), y permítanme que saque a relucir mi parte “argen” de esta nacionalidad doble que ostento, la nacionalidad argen-mex (doble, o esquizofrénica, como quieran llamarla), y hablar también de la muerte, claro, cómo no sumarla a la cadena de dolores, de Néstor Kirchner. He explicado muchas veces por qué soy una chica K; en todo caso, los rostros llorosos de los más jóvenes, de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo explican mucho mejor que yo la tristeza del pueblo argentino.

Heme aquí, vuelvo a decir, tratando de ordenar lo que quiero contarles y que tiene que ver con revoluciones, centenarios y bi, Adelitas que se asoman en los trenes, calzones de manta, nostálgicos colaboradores de mi general Emiliano Zapata y demás iconografía que de tan conocida casi se me olvida que hubo un tiempo en que me era ajena.

En mi caso, puedo reconocer un momento fundacional: la tarde en que mamá le pidió la escalera al vecino, se subió y del más escondido clóset que había en toda la casa sacó tres cajas de libros. Yo tenía 7 años y vivía allá, al sur de todos los sures. Mamá bajó las cajas y la tarde se volvió una fiesta. En una estaban los libros que me llegaron directamente de la infancia de mi padre. Toda la colección Robin Hood, amarilla, de tapas duras, papel con un perfume que pocas veces he vuelto a encontrar, y con los títulos que poblaron mis años de escuela primaria: El Príncipe Valiente, 20 mil leguas de viaje submarino, Tom Sawyer, Azabache, Sandokán, Comillo Blanco, Alicia en el País de las Maravillas… Esos tesoros, obviamente, estaban guardados esperando que tuviéramos edad suficiente para pasar de las lecturas infantiles a los “verdaderos libros”. Imaginé que lo mismo sucedía con los que había en las otras dos cajas, pero mamá fue tajante: de esto no se habla. Quédense con los libros que eran de papá, pero de los otros no pueden decirle nada a nadie. Algo se estaba quebrando en el cálido microcosmos en que habíamos vivido hasta entonces. Había libros de los que se podía hablar, libros que podíamos comentar y compartir, y otros sobre los que pesaban el secreto y el silencio. Más adelante también nos pedirían que no dijéramos que nos íbamos a México, país al que se estaban yendo todos los “subversivos” según decían en la tele y en el almacén de la otra cuadra, donde el almacenero de toda la vida –el que nos había regalado galletitas Merengadas durante años cuando acompañábamos a mamá– dejó de ser, como muchos otros, alguien en quien confiar. Pensándolo bien, ésta es una historia de confianzas y desconfianzas. Pensándolo mejor: quizás así sean todas las historias.

Pero déjenme volver al momento fundacional: en las cajas, que me hacían sentir en una serie policial, sin saber que esa sensación se convertiría en algo real poco después, estaban los dos tomos de la Breve historia de la Revolución Mexicana de Jesús Silva Herzog. Dos libritos –ocre uno y rojo el otro, si no recuerdo mal– que tenían el grabado de unos revolucionarios en la portada: uno empuñando un fusil y el otro muerto a su lado. La primera revolución decían. Antes que la rusa, comentaban mis padres con orgullo, porque la Revolución Mexicana era parte de una gesta latinoamericanista que sentían como propia. Éramos dignos herederos del compromiso con “los pobres del mundo”, como decía la Internacional que (aquí entre nos) aún me conmueve: “Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan…”. Hace pocos meses la cantamos en el velorio de Bolívar Echeverría; yo estaba por supuesto llorando y cantando entre los amigos, casi todos mayores, que lloraban y cantaban puño en alto (les dije ya que soy anacrónica, ¿verdad?): Adolfo Gilly, Federico Álvarez, Marta Lamas, y varios más, mientras los más jóvenes miraban sorprendidos. Y así crecí: entre el Ciao Bella ciao, el Himno de Riego y las viejas canciones en ladino que quién sabe dónde había aprendido mi madre que venía de una familia idisch. Y México se convirtió para mí ya no sólo en las voces que nos hablaban desde los programas de televisión (Los tres chiflados, Daktari, La pandilla) sino también en los dos libritos escondidos de una Revolución que mis padres admiraban.

¿Quién me iba a decir que a partir de 1976 caminaría por lo menos dos veces al día por la avenida de ese nombre? Una de ida y otra de regreso del Colegio, pasando por el mercado de Mixcoac a cuyas glorias tanto les ha cantado Gonzalo Celorio, y que aprendí a querer –al mercado, claro; a Gonzalo fue mucho después–, supongo, aunque el olor a barbacoa me sigue pareciendo poco apto para las ocho de la mañana. A ver, espérenme tantito: ¿en la ciudad a la que llegamos a vivir había una avenida Revolución? Por menos se hubieran llevado los militares argentinos a quienes se hubieran atrevido a bautizar de ese modo una calle. ¿Y otra llamada Patriotismo? ¿Y la revolución y el patriotismo marchaban de manera paralela? ¡Caramba! Claro que también había un “aguas, aguas, Ejército Nacional”, como descubrí gracias a Efraín Huerta. Vaya cartografía. Vaya lectura en clave ideológica de las calles del DF. Vaya que nos había salido “lucacksiana” la Guía Roji.

La palabra revolución hasta estaba en el nombre del partido gobernante. ¿No? ¿De verdad? preguntábamos Pablo y yo en la charla en el patio del colegio donde sospecho que la mayor parte de nuestros compañeros –hijos y nietos de refugiados españoles– entendía tan poco nosotros. Donde se complicaban las explicaciones o para decirlo en mexicano vulgar: donde se les hacía bolas el engrudo era en aquello de la “institucionalidad” de la revolución.

Tratábamos de dejar las contradicciones a un lado y vivir con entusiasmo un país que nos fascinaba. A los 17 años yo tomaba las famosas ballenas (las odiaba porque nunca me llegaban los pies al suelo. Pero ¿quiénes las diseñaron?, ¿los noruegos?), o me subía a los “peseros” –y como solía ser la más chica me tocaba ir sin recargar la espalda– y llegaba a Promoción Nacional del INBA –una casa maravillosa que alguien se encargó de tirar y convertir en un Oxxo, una tintorería al vapor y dos loncherías– a tomar taller de poesía con Carlos Illescas. ¡Qué privilegio! Y los domingos íbamos al Auditorio Nacional a escuchar a Luis Herrera de la Fuente dirigiendo la orquesta Filarmónica de las Américas. Y mi padre trabajaba en un hospital público que parecía sacado del una serie gringa; ¿Dr. Kildare? Él que venía de la pobreza del hospital de Tigre donde a veces no había ni gasas, pero eso sí, las monjas eran más rojas que muchos militantes y por eso pocas se salvaron. Y Siglo XXI publicaba a Marx y a todos los marxistas y marxianos (“los marxianos llegaron ya…”) y no había que esconder los libros en ningún lugar secreto. Y cantábamos en las peñas. Y abrazábamos a los compañeros chilenos, pu hueón: “El pueblo unido jamás será vencido”. Y Mario tocaba el bombo (y alguno se daba un toque por ahí cerca). De pronto los Inti Illimani y Los folkloristas le cedían el lugar a Patty Smith y su deslumbrante Horses. ¿Así que esto es vivir en un país que ya hizo la revolución? Pero no. Eso no era todo. Una noche vimos, conteniendo la respiración, el documental que Raymundo Gleyzer, secuestrado por la dictadura militar argentina, había hecho sobre México: “La Revolución congelada”. Alguien había conseguido una copia. El gobierno de Luis Echeverría lo había prohibido. Y así siguió durante más de 30 años. “Frozen history”. ¿Echeverría? ¿El mismo que recibió al exilio en el 76? ¿El amigo de Salvador Allende? No había dudas: la primera revolución, la que corría paralela al patriotismo, también tenía sus muertos, sus marginados, sus olvidados, sus contradicciones flagrantes y sangrantes. Pero qué les vengo a contar a ustedes, ¿no?

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