Las manías acompañan al ser humano desde sus primeros días de vida. Chuparse el dedo pulgar, dormir con el peluche favorito o hacerlo aferrado a una manta son gestos diarios e instintivos que tranquilizan y consuelan a los más pequeños. A medida que crecen, estas costumbres comienzan a convertirse en excentricidades y la mayoría las abandona por el camino. Excepto una: morderse las uñas. Este hábito nace en la infancia, en general tras la retirada del chupete, y algunas personas lo perpetúan. Se calcula que alrededor del 25% de los universitarios y el 10% de los adultos mayores de 35 años continúan en su empeño por morderse las uñas. De espera en la cola de la panadería, en el trayecto en autobús hasta el trabajo, frente al ordenador, al televisor o por pura inercia.
Cualquier momento se aprovecha para poner en práctica este vicio confesable, pero no por ello inofensivo. Los efectos en uñas y manos saltan a la vista, pero van más allá de la estética. Detrás del continuo repiqueteo de dientes se pueden esconder consecuencias perjudiciales para la salud. Las más habituales son daños en las uñas y en piezas dentales. Y algo más peligroso aún: el riesgo de contraer infecciones en boca y dedos. Los expertos en salud de EROSKI CONSUMER recomiendan la detección en la infancia como el remedio más efectivo. En los adultos, la fuerza de voluntad, el autocontrol e incluso la asistencia psicológica son los instrumentos para abandonar este bocado tan poco saludable.
Más que una manía
Las manos forman parte de la tarjeta de presentación de las personas y son, en este caso, prueba irrefutable de que quien las estrecha sufre onicofagia. Este es el término médico que designa la costumbre de morderse y comerse las uñas. Catalogado popularmente como manía, tic, acto reflejo o pura rutina, es en realidad un trastorno nervioso asociado a la ansiedad. Quienes se muerden las uñas lo hacen porque piensan que algo placentero como roer una uña o juguetear con ella les aportará una dosis de tranquilidad. Por eso, desvían el desasosiego hacia esta práctica que por momentos se convierte en relajante y en una distracción fácil.
La costumbre de morderse las uñas aparece de forma habitual en la infancia, de manera particular entre los niños más nerviosos. El hábito se manifiesta a partir de los 3 años o tras la retirada del chupete, cuando los pequeños alcanzan la suficiente coordinación psicomotriz que requiere su práctica. Los expertos estiman que afecta al 45% de los niños, sin diferencias apreciables entre los sexos. Con el paso de los años, la onicofagia se acaba automatizando de manera inconsciente y se convierte en una rutina mecánica que se inicia casi ante cualquier tipo de situación. Pero, ¿por qué se hace? El motivo no es otro que la ansiedad. Cuando la persona no ha encontrado otros mecanismos alternativos para paliar o, al menos, controlar este trastorno, el hábito de morderse las uñas se convierte en una válvula de escape eficaz, aunque patológica, de reducir la tensión por un momento.
Atajarlo desde la infancia
Para evitar males mayores y para que el ritual de comer o morderse las uñas no acompañe a la persona a lo largo de su vida, lo deseable es intentar ponerle fin desde la infancia. En esta etapa, la responsabilidad de que el niño no siga adelante con esta mala costumbre recae directamente en los padres. La paciencia, determinación y cariño son las mejores armas para atajarlo. Cuando el niño se lleve las manos a la boca, es aconsejable llamarle la atención, pero sin darle demasiada importancia ni convertirlo en un drama. De lo contrario, es probable que el efecto que se consiga no coincida con el deseado.
El problema se puede agravar si se reprende con dureza al niño y se utilizan expresiones que puedan resultar hirientes. Por este motivo se debe evitar caer en el error de castigarle, echarle la culpa o increparle en público.
Consecuencias no sólo estéticas
Uñas casi inapreciables, dedos con una característica forma achatada o llenos de padrastros son los efectos más visibles que deja la onicofagia en quienes la ponen en práctica. Sin embargo, las consecuencias no sólo se limitan al plano estético. Morderse las uñas acarrea al mismo tiempo problemas prácticos. Acciones como recoger una moneda del suelo, despegar una bolsa de plástico o separar cinta adhesiva se convierten en toda una hazaña cuando no se tiene la longitud mínima de uña que requieren. Elementos funcionales aparte, dientes, encías y las propias uñas pueden llegar a sufrir graves daños. El repiqueteo constante al que se someten los incisivos para morderse las uñas causa que estas piezas dentales, tanto las superiores como las inferiores, se desgasten y su forma tienda a recortarse. Otra consecuencia es que las uñas no crecen de manera correcta por el continuo mordisqueo al que se someten. Se originan pequeños traumatismos en la parte que se encuentra bajo las uñas (lecho ungueal) y a largo plazo su aspecto se altera. Las zonas de piel vecinas también sufren los efectos de esta práctica. A menudo, aparecen inflamaciones de los dedos y dolor agudo. Los populares padrastros e incluso verrugas en la piel que rodea las uñas son otros problemas añadidos.
No obstante, el peor efecto es el alto riesgo de contraer algún tipo de infección. Las bacterias, virus, hongos y cándidas campan por manos y uñas. A lo largo del día, el acto de morderse las uñas implica que los dedos se chupen y se introduzcan en la boca continuamente. Es entonces cuando la infección salta a la boca.
Roer las uñas también afecta en el plano psicológico. Es frecuente que este hábito origine diversas reacciones fruto del mal estado en el que se encuentran las uñas. La más común es la vergüenza ante la posibilidad de que otras personas observen las uñas recomidas, los dedos infectados y heridos.
Para no poner las uñas en peligro
Morderse las uñas se convierte en un acto reflejo tan instalado en la rutina diaria que es difícil controlar. Sin embargo, no tiene por qué ser una condena perpetua. Su erradicación exige fuerza de voluntad y autocontrol. La solución definitiva para poner fin a la onicofagia procede del campo de la psicología, pero para paliar el afán de morderse las uñas también se pueden poner en práctica algunos remedios caseros. Su validez aumenta cuanto mayor sea el empeño y las ganas de cortar con el problema.
* "Ojos que no ven..." la finalidad de este remedio es poner impedimentos para no llevarse las uñas a la boca. Se emplean desde tiritas, cintas adhesivas hasta uñas de porcelana.
* Con mal sabor de boca: representa la medida más clásica y tradicional. Consiste en aplicar sobre las uñas lociones y esmaltes específicos (de venta en farmacias) que tienen un sabor amargo, picante o desagradable. El objetivo es provocar el rechazo de la persona en el intento por llevarse los dedos a la boca. El resultado es similar, más rudimentario eso sí, si se frota la punta de los dedos con ajo crudo o pimienta.
* Cuidar de ellas: mostrar interés por tener unas uñas con un aspecto bonito y cuidado es otro de los remedios al que recurrir. Comenzar a cortarlas, limarlas, pintarlas o hacerse la manicura es una manera de rebajar las ganas de morderlas.
* Asistencia psicológica: cuando morderse las uñas pasa de lo anecdótico y genera tal ansiedad que pone en jaque la vida personal del individuo, lo aconsejable es acudir al psicólogo. Este profesional es quien, por medio de distintas terapias, determina las situaciones que desencadenan comerse las uñas para así controlar el hábito. Es frecuente que recomiende llevar un diario donde anotar las circunstancias que causan este acto para aprender a controlar el impulso.