Cuando llega un bebé a la familia, los padres recién estrenados pasan por un periodo de adaptación y hasta de duelo en el que ven terminada su vida como pareja “independiente”, que goza de libertad para entrar, salir, hacer o deshacer porque están ellos solos.
No tienen que cuidar de nadie más, dar buen ejemplo, educar, ni siquiera preocuparse si hace demasiado calor o demasiado frío. Se trata de dos adultos adaptados a una forma de convivencia. De pronto, el bebé llega y se dan cuenta de que ya no puede salir como antes porque habrá que dejar con alguien a la criatura, con ello empiezan a depender de las actividades de los demás, o de su buena voluntad.
Hay muchos afortunados que cuentan con los abuelitos, tíos, etc. que les echan una mano; otros, no tanto, tienen que recurrir a niñeras, guarderías… así va pasando el tiempo y el pequeñuelo se vuelve parte de ellos.
El primer día del kinder, en el caso de que el niño no haya ido a la guardería, se vuelve una tristeza para la mamá que ve a su bebé alejarse y empieza a sentir que “le falta algo”. Después va teniendo otras actividades, y ve en la escuela una aliada para tener tiempo para ella, pero sus niños siguen siendo su centro, no sólo para sí misma, sino también para la pareja. Hablan y giran alrededor de los hijos, pasando la relación de pareja a un segundo plano.
Los años pasan y los hijos se van, y ahora el reto es la recuperación de la vida matrimonial, o bien de la vida propia si es que ya no se vive dentro de un matrimonio. Para algunas parejas o personas esto es casi aniquilante, pues al entregar su vida de lleno a los niños, de pronto se encuentran dos desconocidos que ya no tienen nada que ver, ni cosas de interés de qué platicar en el caso de los primeros; o en lo que respecta al segundo, la persona ve que perdió su identidad y ya no sabe ni qué le gusta ni qué quiere. Los paseos, sus actividades, los proyectos ya no les saben igual como cuando estaban con sus hijos.
Es muy triste perderse en pos de la paternidad, de la maternidad. Lo más sano es tener bien claro que es nuestra vida la única que nos pertenece y que tan sólo somos el “campo de entrenamiento” de nuestros niños para que ellos puedan salir y vivir su propia vida. Los dejamos ir, sí. Hay tristeza sí, más no aniquilamiento. Hay añoranza pero también satisfacción, porque está en nosotros no perdernos y ocuparnos de nuestra propia preparación para cuando ellos se vayan. No se vale que ellos sean nuestro único proyecto. No es justo ni para ellos ni para nosotros porque también es muy pesado para los hijos ser “la alegría de la casa”, como diría Mafalda.
Si estás en el proceso de crianza, te invito a que hagas un alto y revises si te estás perdiendo en él. Si es así, es momento de cambiar el rumbo y de que empieces a trabajar en ti y/o en tu relación de pareja.
Si tu nido ya no cuenta con los polluelos y te sientes incompleta, trata por ti misma de ir haciendo una ruta recordando lo que te gustaba, tus proyectos, qué querías hacer y no podías cuando estabas criando; quizá sean clases de pintura, aprender un idioma. Habla con tu pareja sobre ustedes, retomen intereses, proyectos, etc.
Si detectas una profunda tristeza y una pérdida hacia el el gusto o el gozo por la vida, puede ser la señal de un foco rojo llamado depresión; busca ayuda profesional ¡nunca es tarde para recuperarte!
Si tienes algún comentario, duda o si quieres sugerir algún tema para ser tratado, puedes escribirme a la siguiente dirección de correo electrónico: adrianabarrosov@gmail.com
Escrito por: Adriana Barroso
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