Aún me cuesta trabajo entender a mi edad adulta por qué generamos rencores, por qué no hemos aprendido que cuando algo o alguien nos lastima seguimos por mucho tiempo dándole vueltas a lo sucedido, imaginando una y otra vez por qué no reaccionamos al desprecio, a la ira, al maltrato de los que se saben superiores a nosotros, por qué no nos defendemos del abuso del poder, dentro de la casa, de la familia, del área laboral, porque callamos, y nos guardamos para evitar enfrentamientos que sólo nos conducen al rencor.
Ese mal silencioso que nos lastima de tal manera que a veces nos sentimos culpables de lo que no somos.
Ese mal que nos deteriora por dentro y nos aparta y enferma.
Ese mal que da vueltas y vueltas en la cabeza haciéndonos imaginar cómo pudimos o debimos haber tendido valor y enfrentar a quien o quienes gozan con desvalorizarnos.
Enfrentar aquellos que sienten el poder, el que da el dinero o la posición laboral, o social, que con esa mirada irónica puedan insultarnos, hacernos sentir menos, donde con frases y miradas burlonas se ríen frente a nosotros, si eso es EL ABUSO DEL PODER, ese que rumiamos, y rumiamos y nos hace generar tantos rencores, porque no aprender a defendernos con elegancia, con elocuencia, con serenidad, modestia y valor para que nadie más nos lastime, para poder seguir, y sacudirnos de ese mal llamado rencor, y revalorarnos en todos los aspectos.
La modestia no es más que una virtud, la de la paciencia y la del amor propio que muy frecuentemente olvidamos.
Mis rencores los trabajo, para poder perdonar a aquellos que los propiciaran queriéndolo o no, bajo un momento de ira incontrolable.
Porque a pesar de todos éstos años a veces olvido amarme para poder amar, olvidar y perdonar.
Escrito por: Rebeca Harfuch
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