Yo tenía una bolsa sin color, sin peso, durante los primeros años de mi vida. Era fácil combinarla, llevarla conmigo y no tenía grandes necesidades. Sencilla pero siempre llena de secretos, mismos que fueron variando de peso con el paso del tiempo.
Guardé hojas verdes de los árboles en los que me cubrí del sol cuando paseaba en mi bicicleta amarilla, almacené juguetes variados, deposité muchos sueños, troquelé en ella mis miedos y cargué una cantimplora llena de lágrimas, por si tenía sed. Era fácil cargarla, incluso llegué a presumirla. Fantaseaba con que mi bolsa cambiara de color, nunca pasó.
En mi triciclo verde deposité mis más grandes desventuras junto con los pedacitos de añoranza de lo desconocido, hasta que lo conocí. Me hallé sumergida en el paladar del paso del tiempo, me enfrasqué en el error de conocer sin realmente estar al tanto, hasta que lo estuve.
La bolsa ha modificado su forma, su color y su sabor a lo largo de mi corta vida y deseo con el mismo anhelo con el que de niña desee mis bubble gummers rosas, que continúe modificándose, pues eso significa que estoy viviendo mientras cuento que vivo. Obtuve los tenis rosas, como sé que obtendré lo que quiero si me esfuerzo. Aquello que no llegue a obtener será porque está en mi destino no tenerlo y eso me basta. Siempre hago mi parte.
He parado para depositar todo aquello que significó peso inservible e incargable y así lo he dejado en las aceras que se han cruzado por mi andar, a veces sereno, a veces constante e intenso. Hoy, ya no tengo la bicicleta amarilla, ni mis tenis bubble gummers rosa; ya no recuerdo que fue de mi triciclo verde, pero mis sueños siguen intactos y se han empezado a colorear de verde, de amarillo y de rosa, yo traigo el crayón que los colorea.
Se preguntarán ¿y la bolsa? Pues la bolsa algunos meses está llena, atascada y repleta de colores de todo tipo, otras tantas está algo vacía y medio gris. Esas cambiantes formas son las que definen su peso, pues aprendí a no cargar en mis hombros aquellos pesos que no corresponden a mi báscula personal. Y la verdad es que no tengo ningún problema en soltar lo que me representa una carga.
A veces la arrastro, otras tantas la cargo con ligereza sobre mi espalda, y por las noches me pongo fomentos de reflexión y pomadas de introspección; esas me ayudan a no vivir en la perenne necesidad de los pensamientos que pesan kilos de especulaciones y duermo liviana, tranquila, en paz.
Las cargas, queridos lectores, son aquellos pensamientos que no se materializan en verdades y que vagan por nuestras neuronas, que caminan por las calles de lo incierto y que nos hacen perdernos en una ambivalencia inservible, pesada, estorbosa y vana. Hoy, tiro mi bolsa, dejo de cargar y empiezo a levitar. Desde la levedad del ser equilibrada, se ven mejor los cuerpos y se disfrutan las almas sobresalientes y lo hacen… únicamente entre sí.
Espero verlos muy pronto por acá.
Escrito por: Evangelina Jiménez Olvera